Era una mesa en una taberna en un puerto, cerca del lugar que luego se llamaría Constantinopla.
El viento y la lluvia habían golpeado el bósforo todo el día, barcos de todas partes se habían refugiado en el puerto, y marinos de todos los países se habían refugiado en la taberna.
A veces, en ciertos lugares, cuando el atardecer cae, en el límite entre el día y la noche, en la frontera entre dos mares, es tiempo propicio para que mundos distintos se encuentren.
Quizás fue por eso por lo que, en aquella mesa en una taberna en un puerto, cerca del lugar que luego se llamaría Constantinopla, se encontraron los tres hombres.
Los tres eran marinos que habían explorado tierras desconocidas, habían conocido gentes extrañas, y se habían enfrentado a maravillas indescriptibles. Los tres, también, se hallaban lejos de sus hogares, sus amigos, sus familias.
Hablaron largamente esa noche; y bebieron, y rieron y brindaron, y lloraron.
Y a la mañana siguiente se abrazaron, se besaron, se despidieron, y partieron; sabiendo que jamás volverían a verse.
Y, mientras sus respectivas naves cortaban las olas en busca de tierras desconocidas, gentes extrañas y maravillas indescriptibles, cada uno de ellos meditaba sobre el encuentro de esa noche.
El primero de ellos, mientras sus compañeros recogían los remos y extendían las velas, musitaba para sí mismo: "En cierto modo, creo que todos los hombres somos, en realidad, el mismo hombre; y que todos los viajes son también el mismo viaje".
Otro le dijo a su timonel y confidente: "Esta noche, hablando con esos dos desconocidos, he aprendido más de mí mismo que durante todos mis viajes".
El tercero habló al mar y al viento, en pié a la proa de su barco: "El hombre que ha mirado a los ojos de otro y se ha visto a sí mismo, ha llegado más allá de lo podría navegar hasta borde del mundo".
Sus historias no lo cuentan, pero ese fue el día en que Jasón, Simbad y Ulises decidieron que era hora de regresar a casa.