Hubo una vez en que unas pequeñas bacterias verdes cambiaron el mundo.
Hace casi cuatro mil millones de años, la tierra había dejado de ser una bola de magma y comenzaba a enfriarse.
La atmotsfera de entonces, expulsada de las mismas entrañas del planeta, estaba compuesta de dióxido de carbono, vapor de agua, nitrógeno, amoníaco, sulfuro de hidrógeno y metano.
El enfriamiento provocó que parte del agua atmotsférica se condensase, formándose los primeros mares. Cálidos, poco profundos, azotados por la radiación ultravioleta del sol, cubrían la mayor parte de la superficie de la Tierra.
Y en estos mares, hace unos tres mil quinientos millones de años, se agitaba la vida.
Pese a que existen muchas hipótesis más o menos factibles, no sabemos a ciencia cierta cómo surgió: Pudo ser en chimeneas volcánicas submarinas, o a un par de metros bajo la superficie del océano, o en charcas de aguas someras, o arrastrándose sobre la superficie de pizarras u otras rocas sumergidas. El caso es que ya estaban allí, conquistando ese inmenso océano.
Eran pequeñas bacterias anaerobias que se alimentaban de las moléculas orgánicas que flotaban en el océano. No podían acercarse demasiado a la superficie, porque la radiación ultravioleta las mataba, convirtiéndolas en más alimento para sus hermanas.
Pero, con tanto bicho comiendo, el alimento escaseaba. Algunas de estas bacterias aprendieron a "comerse" a las otras, naciendo los primeros depredadores. Pero otras evolucionaron de un modo que, literalmente, iba a cambiar la faz de la tierra: Gracias a una molécula de color verde llamada clorofila, podían alimentarse de la luz del sol.
El proceso para ello, llamado fotosíntesis, consiste en una compleja serie de reacciones químicas que, básicamente, producen materia orgánica a partir del dióxido de carbono atmotsférico y agua. Solo tiene un defecto: Produce, como residuo de estas reaciones, oxígeno.
Probablemente tú no pienses que producir oxígeno sea un problema muy grave. Pero es que tú no eres una bacteria anaerobia.
El oxígeno es un elemento muy activo, se combina muy facilmente con casi cualquier otro átomo que encuentre, lo cual no es agradable cuando tienes que mantener una estructura química estable (que es una de las cosas que necesita la vida).
Al principio, esto no fué un problema demasiado grande: El oxígeno producido por la fotosíntesis se combinaba con los minerales de las rocas (sobre todo hierro) y no permanecía mucho tiempo en la atmótsfera. Pero incluso la cantidad de oxígeno que pueden acumular la roca es limitado, y la atmótsfera y el mar comenzaron a saturarse.
El proceso fué tremendamente lento, pero toda la vida anaerobia sobre la tierra estaba condenada a morir envenenada por este gas tan peligroso.
Algunos han llamado a esto "La tragedia del oxígeno": El planeta entero estaba siendo contaminado.
Pero hubo suerte: Algunas bacterias anaerobias resultaron ser capaces de defenderse del oxígeno.
Más aún, algunas fueron capaces de aprovechar el oxígeno para obtener energía. Algo tan simple como la respiración aeróbica permitía obtener energía precisamente de esa tendencia a oxidar que hacía al oxígeno tan tóxico.
Además, salía muy rentable: La respiración aeróbica es mucho más eficiente: permite obtener diecinueve veces más energía que el proceso anaeróbico.
La inmensa mayoría de las formas anaerobias de vida fueron exterminadas en la que, probablemente, sea la primera extinción masiva de la historia del planeta. Pero las nuevas formas de vida estaban muy bién preparadas para aprovechar esta oprtunidad.
Además, había una segunda ventaja: El oxígeno, normalmente, se presenta en moléculas formadas por dos átomos pero, bajo el efecto de los rayos ultravioleta, forma moléculas de tres átomos, en lo que se llama ozono. Y el ozono filtra la luz ultravioleta.
Gracias a este ozono, la superficie de la tierra estuvo, por pimera vez, libre de esta radiación.
Sin luz ultravioleta, la vida pudo ocupar las capas superficiales del mar y, lo que es más importante, el camino hacia tierra firme estaba abierto.
Hubo una vez en que unas pequeñas bacterias verdes cambiaron el mundo: La atmotsfera, la geología, los océanos y la vida nunca volvieron a ser los mismos.
Me crié en el límite entre la ciudad y la vega de Granada.
A saber: Podía salir del portal de mi casa, cruzar una calle y llegar a un fascinate solar repleto de cascotes, chatarra y desperdicos. Y, más allá de este solar, la "salvaje" inmensidad de huertas, maizales, campos de tabaco y, casi en el horizonte del universo conocido, misteriosas choperas que aguardaban en silencio el paso de intrépidos exploradores.
Mi colegio estaba en esa vega, y tenía que andar por un camino bordeado de zarzamoras, ortigas y saúcos para ir a clase.
Los días de la infancia siempre se evocan mucho más luminosos y reales, aunque supongo que solo es una traición del recuerdo. Pero lo cierto es que aquella época de bandadas de críos correteando como una plaga bíblica por caminos polvorientos, trepando a higeras y arrasando cañaverales tiene todos los puntos para convertirse en el arquetipo de la añoranza.
Debe ser que tengo el día melancólico.
En una época en que solo había dos canales de televisión, las diversiones infantiles eran bastante más incivilizadas que matar monstruos en la Play Station:
"Explorar" casas abandonadas era una idea emocionante cuando no conocías el concepto "allanamiento de morada".
Guerrear a pedradas con las niñas del colegio de al lado, o acabar atando alguna a un árbol, sonaba tremendamente razonable (Ahora que lo pienso, visto con la perspectiva de los años, lo de las pedradas me parece un poco peligroso, pero lo de atar colegialas aún puede llegar a tener su interés).
El maiz, si lo robas y lo asas en una hogera. La fruta, si la comes directamente del árbol ajeno. Las habas arrancadas a toda prisa de la mata. Todo eso tiene un dulce sabor a bandidaje que compensa el riesgo de regresar a tu casa atenazado de una oreja. O incluso el de sentir el cruel mordisco de los perdigones de sal.
Si te dedicas a la guerra, el allanamiento y el latrocinio hortofrutícola, necesitas un escondite donde refugiarte. Para ello nada mejor que una choza en el cañaveral más cercano, o la caja de un camión en la chatarrería.
Trepar, saltar, correr, huir, retar, caer, pelear, escarbar, perseguir, arrojar...
Todas las madres del barrio disponían de un completo surtido de vendas, tiritas, cremas... Y mercromina, mucha mercromina. Mi infancia está teñida por el rojo de la mercromina.
La mercromina, como todo en ese tiempo, se obtenía en "la tienda del Quique", un local poco iluminado y fresco, en cuyas polvorientas estanterías podías encontrar dede una lata de atún a un rollo de cuerda o crema para los zapatos. Y, si no lo encontrabas, se lo podías pedir al "abuelo del Quique" o a la "madre del Quique". Estoy seguro de que tanto la tienda, como el abuelo, como la madre, tenían nombre.
Hoy, en mi solar y la fabulosa chatarrería aneja, hay un elegante parque. Las higueras y el cañaveral que nos ocultaban están bajo una gasolinera. En mi maizal ha brotado un centro comercial. Las matas de habas ha mutado en edificio de viviendas. Por la mayor parte de las casas objeto de mis allanamientos pasa una autovía. En la tienda de Quique hay un cuidado escaparate con muebles de diseño.
El tiempo transcurre lento pero inexorable. Como una apisonadora.