Te duchas, porque eres una persona limpia y hay que oler bién.
El gel de baño es del todo a cién, pero con aroma de manzana verde. De hecho, también es de color esmeralda, transparente y brillante. Aunque, si el bote supiera hablar, te diría que no sabe lo que es una manzana, ni verde ni roja.
El champú en cambio parece una melaza oscura. O, mejor, miel de caña. En la etiqueta dice que es "a los frutos silvestres", pero tiene el mismo contenido en bayas y moras del que tenía de manzanas el gel.
Para que tu pelo no parezca una alambrada usas un acondicionador, lo que significa algo así como encerarse el cabello con un producto cuyo fabricante asegura que tiene estracto de melocotón. El único melocotón que problablemente tenga es el que aparece dibujado en la etiqueta, claro. Pero, eso si, huele como jamás habrá olido el mayor melocotonar de la historia.
La química hace milagros.
Te secas rápido, que hace mucho frío, te vistes, acabas de arreglarte, y sales de casa. Ya que te has lavado, habrá que lucir higiene por ahí.
En el ascensor te encuetras con tu señora vecina, la que siempre te examina con esa mirada crítica que comparten las vecinas de cierta edad y los comerciantes de ganado.
Parece que quiere decirte algo, pero no se atreve.
En el momento en que el ascensor toca la planta baja se decide y, con la mayor naturalidad te pregunta:
¿A cómo tienes el kilo de naranjas de zumo?
La culpa es solo tuya, por ir por ahí oliendo como una frutería.
(Esta es una situación fundamentalmente ficticia, cualquier parecido con personajes, lugares, productos o situaciones reales es fruto de una notable casualidad digna de comentarse en reuniones de amigos.)
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