Lo que siguen son unas ideas, un tanto desorganizadas, que he ido anotando estos días.
Inicialmente era una simple lista de las formas que las personas usamos para enfrentarnos al Covid, al aislamiento y a la ansiedad provocada por estos, pero conforme lo redactaba se ha ido desenfocando un poco.
Nos enfrentamos a la ansiedad de muchas formas, como pequeñas compulsiones, ejercicio físico, humor, violencia, llanto o cucharadas de hidratos de carbono a baja temperatura. Pero hay formas que tienen, desde un punto de vista social, más relevancia que otras. Este virus y la situación de aislamiento que estamos viviendo provocan una presión quizás no muy intensa, pero continuada, sobre nosotros; y esa presión genera ansiedad que tratamos de canalizar de algún modo.
Aquí van algunas conductas producto de esta crisis del coronavirus que tienen (en mi opinión) interés desde el punto de vista antropológico, y de las consecuencias que se desprenden de ellas.
Esperamos con ansia cada noticia, analizamos cada información, discutimos cada opinión. El consumo de información se dispara porque sentimos la necesidad de conocer, de tapar esa ignorancia que nos causa ansiedad. las redes sociales y, sobre todo, la prensa, entran en competencia por aportar novedades continuamente. Gráficas actualizadas, noticias exclusivas, titulares sorprendentes. La tendencia de la prensa a primar la novedad o lo espectacular sobre el rigor no es nada nuevo, pero se exacerba en circunstancias como estas.
Culpar a alguien responde, por un lado, al impulso aún más básico de explicar nuestro entorno en términos de volición: Cuando nos preguntamos "¿Por qué tal cosa ha ocurrido así?" nuestra mente tiende naturalmente a respuestas del tipo de "Porque alguien ha actuado deliberadamente con la intención de que ocurra así" (en esta tendencia natural reside una parte del éxito de las explicaciones religiosas o las teorías de la conspiración): tener un culpable simplifica nuestro mundo, lo vuelve más predecible, menos azaroso.
Pero culpar a alguien nos sirve también para tener un blanco para nuestra ira. Del mismo modo que insultamos al martillo con el que nos hemos golpeado accidentalmente un dedo, tener alguien a quién culpar, al que poder odiar, al que insultar o simplemente contra el que estar resentidos puede ayudarnos a descargar la tensión que vamos acumulando a causa de la sensación de falta de control.
Ampararse en que hay "algo" que nos cuida y que hará que todo salga bien. Tradicionalmente ha sido una herramienta muy importante; hoy día ya no tanto. Distingo aquí la fe en una fuerza sobrenatural de la confianza en instancias humanas o terrenales como la medicina, la ciencia o el gobierno, no en que una u otra sean más o menos imaginarias ni en que la confianza esté justificada o no, sino en la potencial infalibilidad de las fuerzan sobrenaturales. Al contrario que cualquier agente sometido a las leyes de la naturaleza, la providencia lo tiene todo previsto y es inevitable que su plan se cumpla tal como lo tenía previsto. Tener fe significa que, aunque no podamos verlo, podemos creer que hay un orden, una seguridad, en todo esto.
No estar parado a la espera de lo que ocurra, sino participar de algún modo para que ocurra. Imprimir viseras, coser mascarillas, retuitear buenos deseos. Pero también señalar infractores desde el balcón (ver nota siguiente) o transmitir por wassap el enésimo bulo venenoso.
Esto es espacialmente importante en las actuales circunstancias de aislamiento. Las videollamadas o el uso de las redes sociales se han disparado. Necesitamos a los demás.
El ritual diario de los aplausos es una forma de agradecer el trabajo de los sanitarios, claro; pero también actúa al modo de lo que la antropología llama "ritos de solidaridad", rituales colectivos que refuerzan la sensación de grupo: Aplaudimos también para ser parte de una comunidad, para sentirnos arropados por el grupo, para ser "uno de los nuestros". Después de aplaudir, durante unos minutos, cantamos, reímos y bailamos en los balcones, hablamos con vecinos a los que hace dos meses apenas saludábamos, a los que no conocíamos.
Como corolario a esto, con el relajamiento del confinamiento, es de esperar que los aplausos se vayan reduciendo para desaparecer en no mucho tiempo: El trabajo de los sanitarios sigue siendo fundamental, pero nuestra necesidad social de ese rito de solidaridad es menor.
Esta sensación de comunidad lleva aparejada una exclusión: Si hay unos "de los nuestros", también tiene que haber unos "de los otros". Los que no cumplen nuestras reglas, lo que no aplauden, los "insolidarios", los que salen a la calle cuando no deberían, los que deberían avergonzarse, los que deben ser señalados. Los principios psicológicos y sociales que subyacen a los "aplausos solidarios" también están detrás de los llamados "policías de balcón". Difícilmente tendremos los unos sin los otros.
Por otro lado, es muy fácil canalizar la sensación de comunidad en apoyo a la autoridad. Con el caso paradigmático de los estados de guerra, sentirse unidos ante una amenaza exterior es un mecanismo tan potente que, a lo largo de la historia, muchos gobiernos incluso han buscado o inventado esos enemigos deliberadamente como un medio para obtener apoyo interno.
O más bien al que parece que sabe, al que da la impresión de tenerlo claro. En tiempos de inseguridad, tendemos a buscar a los que parecen ofrecer una seguridad real o ilusoria. Naturalmente, esto juega a favor del gobierno, de la autoridad institucionalizada. El que el gobierno trate continuamente de dar una imagen de firmeza y la oposición le acuse continuamente de improvisar son muestras de que este punto es un importante arma política.
Dedicarse a juegos, elaborar recetas, hacer manualidades u otras tareas monótonas y absorbentes, que no te exijan pensar pero requieran concentración y que retornen un refuerzo inmediato.
Al elaborar explicaciones acerca de nuestro entorno y circunstancias, tendemos a simplificar, a reducir las complejidades de la realidad para adaptarlas a un modelo mental más aprehensible. Pero tendemos a hacerlo de forma que el resultado encaje con nuestras expectativas, con nuestros prejuicios. proyectamos lo que deseamos, lo que creemos, lo que somos, sobre la situación que vivimos. En cierto modo, la interpretación que cada uno hacemos de nuestra situación dice más de nosotros mismos que de la situación en sí.
El gobierno del PSOE protestó contra la ley mordaza mientras estaba en la oposición, y se enfrentó a las críticas de Unidas Podemos por no revocarla cuando alcanzó el gobierno. Ahora que gobierna junto a Unidas Podemos, la usa extensivamente para mantener el orden durante el estado de alarma. Unas leyes que dan a las fuerzas de seguridad un amplio margen de arbitrariedad (o, al menos, más margen que si no existieran esa leyes) facilitan y hacen más cómodo el trabajo de mantener un confinamiento. lo que no es necesariamente bueno.
El cierre del portal de transparencia o el secretismo en cuanto a la composición del comité de desescalada son también ejemplos de herramientas que facilitan la labor del gobierno de mantener el control, al limitar la capacidad de crítica o el poder de oposición y ciudadanos para exigir rendición de cuentas. Pero, de nuevo, que sea más fácil o más cómodo para el gobierno no significa que sea bueno para el estado ni para la democracia.
Si meditas un poco en los puntos de arriba quizás llegues a la conclusión de que los bulos en prensa y redes sociales tiene el camino abonado.
Los bulos, algunos basados en rumores más o menos espontáneos, otros planificados deliberadamente por grupos con intereses políticos, son un problema serio, muy ligado a la propia estructura de las redes sociales, al modelo de negocio de la prensa y a la economía de la atención. Y son un problema que va a crecer. Hasta ahora, es relativamente simple comprobar la veracidad o falsedad de un posible bulo con un trabajo de investigación no muy grande. Y es simple porque los que construyen esos bulos saben que no es necesario esforzarse en hacerlos más difíciles de identificar, porque no vamos a comprobarlos.
No comprobamos los bulos que nos llegan por las redes sociales porque es un esfuerzo. Pequeño, pero esfuerzo al fin y al cabo. Pero también porque confiamos en las personas que nos los envían (que, a su vez confiaron en la persona que se lo envió...), a menos que nos resulte muy sospechoso o se oponga a nuestros prejuicios.
Los bulos que se propagan por las redes sociales suelen tratar sobre temas que muevan nuestra pasión, especialmente nuestra ira o nuestra indignación, porque es la forma más fácil de saltarse nuestra desconfianza.
Al poco de comenzar el estado de alarma recibí por varias vías distintas una grabación de sonido en la que una voz de mujer que, sospechosamente, se parecía más a una grabación de estudio que a un mensaje de voz, acusaba al ministro de sanidad de "Robar nuestro (de Andalucía) suministro de mascarillas para llevárselas a Madrid".
Una voz de mujer que, sospechosamente, se parecía más a una grabación de estudio que a un mensaje de voz, decía que "quieren que aquí haya más muertos para salvar a los de Madrid". El mensaje es una obvia herramienta de manipulación de manual. Señala un enemigo claro: "el ministro de Sanidad es muy listillo y ha ido a ver a dónde podía robar mascarillas.". Tiene la urgencia "Que aquí no tenemos nada. Que no nos queda para llegar a final de semana". La llamada al miedo: "aquí van a morir muchas personas por culpa de esto que están haciendo". El patriotismo casposo: "Mira cómo no ha ido a Cataluña a robarles las mascarillas a ellos. Han venido aquí, a Andalucía".
Pero, seguramente, lo que más debería haber hecho sospechar era lo más repugnante, ese "quieren que aquí haya más muertos para salvar a los de Madrid" casi al final del audio. pero, probablemente, muy pocas personas de las que propagaron el bulo llegaron al final del audio antes de reenviarlo.
Nacionalismo, miedo, conspiración y una obvia intencionalidad política (el audio indica claramente quién es el bueno y quién es el malo en su narración). Aunque ya había publicada información suficiente para desmentirlo (incluyendo las explicaciones de los propietarios de la fábrica de mascarillas), el bulo se propagó incluso entre grupos que, por sus propios prejuicios, estaban menos dispuestos a creérselo (un grupo de wassap de un partido de izquierdas, por ejemplo). Como el virus real, el virus "memético" sólo necesita que haya un sujeto vulnerable para "infectar" un grupo.
Y he puesto este ejemplo porque a pesar de que es uno de los más burdos, sin embargo, tuvo una propagación tremendamente rápida en redes sociales (sin embargo, tuvo muy poca persistencia en comparación con otros).
Los bulos han venido para quedarse y, en el improbable caso de que desarrollemos algún tipo de resistencia cultural frente a ellos, tienen mucho margen para evolucionar, mejorar y superar nuestras defensas.
La respuesta a los bulos, hasta ahora, ha sido el control del medio de comunicación. En paises más dictatoriales (como, por ejemplo, China) ese control se ha centrado más en el estado (con la consecuencia no accidental del control político), y en países más (al menos formalmente) democráticos el control se está cediendo peligrosamente a las empresas privadas propietarias de esas redes sociales.
Naturalmente, todas estas soluciones rozan la censura, cuando no caen de lleno en ella. Y si los bulos no tienen aspecto de decrecer, esta censura amenaza con crecer amplitud e intensidad.
Por lo comentado arriba (y por siglos de experiencia social en la materia) la censura es inútil para atajar mentiras y propaganda, pero es un arma de control social y presión política tremendamente útil.
Puede sonar un poco derrotista, pero creo que se presenta un futuro complicado a medio plazo. No hay balas mágicas, no hay soluciones fáciles ni al virus ni a sus consecuencias directas o indirectas.
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