Quizás el que haya que decir esto sea buena señal, porque significa que ya hemos empezado a olvidar lo peor.
Durante décadas, la banda terrorista ETA asesinó, secuestró y robó, bajo la pretendida justificación de luchar en favor de una independencia política frente a la ocupación de Euskadi por parte de un estado español invasor.
Fueron décadas de miedo y gritos, de sangre y lágrimas, de muertos y silencio.
Sin olvidar, naturalmente, todas las veces que el estado demostró ser un traidor a su propia legalidad, convirtiéndose en algo aún peor que lo que decía combatir; organizando, apoyando y justificando la "guerra sucia", los secuestros, las torturas, los asesinatos, los malos tratos, la impunidad y el resto de crímenes contra la democracia y sus propios ciudadanos. Porque olvidarlo sería cínico.
Durante esas décadas, una inmensa mayoría de la población soñaba con el día en que los terroristas abandonaran las armas y abrazaran las vías democráticas. Un día en que no hubiera miedo, sangre ni muertos; sino esperanza, urnas y candidatos.
Hasta que, por fin, hace doce años, ETA anunció el "cese definitivo de su actividad armada".
Así que, si hoy en día se presentan en una lista electoral "44 condenados por su relación con ETA", eso no es un motivo para lamentarse; es un motivo de celebración, porque significa que lo conseguimos.
Como país, nación, o cultura, como conjunto de naciones, o vecinos, o como lo que sea que queramos o decidamos definirnos colectivamente.
O, simplemente, como fracción de la humanidad. Lo conseguimos.
Conseguimos dejar atrás gritos, lágrimas y silencio; para dar la bienvenida a mítines, votos y debates.
Porque esto, precisamente esto, era lo que deseábamos.
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