El domingo pasado el calor acabó matándome. Mi cabezá explotó en millones de pequeños cristales que se esparcieron por todo el dormitorio.
Afortunadamente, Li me metió bajo el refrescante chorro de la ducha, recogió cuidadosamente los fragmentos de mi cabeza y, con ayuda de una aspirina y paños de agua fría, los pegó y colocó en su lugar.
Una hora más tarde, ya estaba otra vez semivivo.